Escrito por Juan de la Cruz
Una última conversación sobre Inteligencia Artificial

«El sol caía lentamente sobre los bordes violetas de la ciudad. No era un sol ardiente ni invasivo, sino una esfera tibia que flotaba como un pensamiento sereno. En el corazón de la urbe, una plaza circular respiraba vida: árboles bioluminiscentes pulsaban con tonalidades suaves, sus hojas emitían cantos sutiles, y el suelo parecía latir al compás de los pasos humanos.
Sobre bancos orgánicos de corteza viva se sentaban generaciones distintas. Héctor y Clara, eran los más ancianos, llevando consigo la experiencia de tiempos pasados. Aina, joven y despierta, representaba los tiempos nuevos. Había también niños y adultos entre ellos, unidos por una costumbre ya cotidiana: la conversación sin prisa.
— Antes se decía que inteligente era el que más sabía — comenzó Héctor, con un tono que era más canto que declaración —. El que memorizaba datos, resolvía cálculos sin ayuda, hablaba cinco idiomas, encontraba argumentos convincentes. Eso era lo que más se aplaudía.
Aina ladeó la cabeza, divertida.
— ¿Memorizar cosas? ¿Para qué, si podías preguntárselo a una máquina?
— Entonces no era tan fácil —explicó Clara, sentada a la sombra de un árbol centenario —. Nos convencían de que, si lo lográbamos, seríamos mejores como personas: más inteligentes era la palabra que se usaba. Ese era el problema. El sumun del ser humano era la inteligencia, y esta significaba poder memorizar, calcular, encontrar argumentos, facilidad con los idiomas…
Los más jóvenes fruncieron el ceño. Uno de ellos, con mirada aguda, preguntó:
— ¿Y eso los hacía felices?
Héctor realizó una mueca. El silencio respondió primero.
— No —dijo al fin —. Nos hacía eficientes. Que no es lo mismo. El esfuerzo permanente y constante conllevaba, con frecuencia, problemas con la salud mental.
La conversación giró como el viento que acariciaba las copas brillantes. Hablaron de cómo, en otro tiempo, aún más pretérito, también se glorificaba al cuerpo que aguantaba más: el trabajador que no descansaba, el soldado que resistía el dolor. Se aplaudía al que se callaba las emociones. Se premiaba la dureza. El sacrificio. Todo eso, en nombre del trabajo… y de un modelo que ya no existía.
Aina alzó la voz, con algo más de fuego:
— Y también hacían lo mismo con la creatividad. Se pensaba que el artista, el creador, era un tipo especial de mente brillante. Se valoraba como más humano al que componía una sinfonía o pintaba algo original… porque solo una persona podía crear.
— Y eso cambió — agregó Héctor, asintiendo despacio —. Cuando las máquinas comenzaron a componer música, escribir poemas, crear imágenes hermosas… comprendimos algo profundo: incluso el arte, que tanto venerábamos como refugio de nuestra humanidad, también podía ser emulado. No estaba la clave en el medio con el que se creaba.
Clara entrecerró los ojos, pensativa.
— Entonces se desmoronó otro mito. Entendimos que ni saber cosas, ni soportar dolor, ni siquiera crear belleza… nos definía.
— Fue duro — dijo Héctor —. Pero también fue liberador. No significó que se dejase de crear: de la misma manera que cuando las máquinas superaron al hombre jugando al ajedrez, éste siguió jugando y compitiendo. Y también aplicó al deporte: el atletismo se siguió practicando, aunque máquinas ya hacía tiempo fuesen más veloces o más óptimas en tareas pesadas. No era esa la cuestión.
Aina continuó.
— Y finalmente vimos que la consciencia no dependía de nuestra capacidad productiva ni creativa. Ni siquiera sabemos hoy cómo funciona. Ser humano era otra cosa. Era la capacidad de estar presentes, de emocionarnos sin utilidad, de compartir sin propósito.
Un niño pequeño se acercó entonces a ellos, descalzo, con las rodillas manchadas de tierra.
— ¿Entonces… ya no hace falta ser el mejor?
Aina lo abrazó con una sonrisa que parecía envolver al universo.
— No, pequeño. Ya solo hace falta ser tú.»
Quizás el empleo que hacemos hoy del término inteligencia no sea más que un «juego del lenguaje». Un término moldeado por la costumbre para orientar hacia un mejor trabajo y eficiente, pero no sea esto lo que precisamente identifica mejor nuestra humanidad, si no que, irónicamente, nos aleje de ella. Las máquinas han liberado a la humanidad de innumerables y extenuantes tareas mejorando nuestra condición. Es posible que nos lleven de nuevo a esta situación, y por el camino replantearnos conceptos, como inteligencia, creatividad y propósito, que dábamos por asentados.

Autor: Juan de la Cruz
Juan es Doctor en Filosofía por la Universidad del País Vasco, la Universidad Autónoma de México y la Universidad Carlos III de Madrid, gracias a su programa conjunto. Ingeniero técnico en telecomunicaciones, graduado en ingeniería telemática y postgraduado en redes y sistemas informáticos por la Universidad de Alcalá, siendo primer premio de la cátedra Telefónica – Universidad de Alcalá.
Actualmente ejerce como Mentor & Advisor en Absia LegalTech y realiza artículos y ponencias. Es además impulsor en Madrid AI, dentro de la asociación Spain AI.